Las ciudades como parques jurásicos: ciudades turísticas versus ciudades culturales, por Alfredo Taján

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Les parecerá un recurso literario pero la primera idea que tuve de lo que, en realidad, significaba parque temático fue cuando acudí al estreno, fíjense la paradoja, de la película Parque Jurásico, en el desaparecido cine Astoria. Recuerdo el periplo de los invitados a aquel recorrido en unos frágiles coches-trenecito que descarrilaron estrepitosamente en cuanto se produjo el primer fallo en el Centro Tecnológico de aquella isla imaginaria frente del Pacífico costarricense. Todo parecía estar controlado para que los protagonistas –por cierto, y entre otros, un par de repelentes niños Vicente dignos del aperitivo de un T.Rex- observaran a nuestros ancestros clonados por un científico obsesivo –Richard Attenborough- que deseaba repetir Cuando los dinosaurios dominaban la tierra, otro filme menos temático y más fantástico con una Vicky Vetri a pedir de boca, pero que todo le salió rana, pero rana en forma de dinosaurio belicoso. Ya les digo, tuve mi primer acercamiento al concepto de parque temático gracias al genial, y maldito, Steven Spielberg, y a través de una serie de situaciones límite que aún hoy, al recordarlas, me causan desasosiego, por ejemplo, la extenuante jungla, repleta de trampas, que me retrotrajo  a la que habitaba Tarzán en Papúa-Guinea o la estrategia caníbal de aquellos depredadores mucho más sutiles que Hannibal Lecter, o por último, el frenesí circense de un T. Rex a lo Pinito del Oro en la coda final de un filme no por espectacular menos simbólico.

Surgen interrogantes de todo tipo, dimensión y significado, cuando queremos definir un lugar como parque temático, y además pretendemos hacerlo sin herir su topos fundacional, sin faltar el respeto a los restos sobre los que se asienta, ese palimpsesto, un palabro necesario, hecho por capas de civilizaciones que se aniquilaron entre ellas, pero cuyos signos culturales se han ido apilando durante siglos, unos sobre otros, como un sándwich, materiales intocables que los especuladores inmobiliarios, de todos los tiempos e ideologías, han temido aún más que los alumnos españoles del bachillerato en 1950 temían una regla o una vara verde; la inmediata prevención estaría quizá, en interpretar el signo de los tiempos que nos ha tocado vivir, saber que lo que antes eran parques de atracciones locales, provinciales, y como mucho nacionales, hoy están abiertas, urbi et orbi, a foráneos que en su mayoría se pasean cual zombis sujetos a un fugaz desplazamiento que les impide enterarse de que los viajeros jamás han sido turistas y aún menos cruceristas, sino que incluso algunos, los más sofisticados, mantenían conversaciones con las ruinas y hasta sufrían mareos y síndromes, porque la belleza, aunque sea en ruinas, duele; y también solían hacerlo los pioneros pos-ilustrados y pre-románticos del famoso Grand Tour, travesía, no sólo iniciática sino también formativa. Contrariamente, el turista japonés es precursor de una vocación irracional que se define en mirar sin ver y se concreta en confundir, en el relato posterior de su aventura pactada, las ciudades y monumentos que se visitan con las ciudades que se han dejado atrás, porque, señores, no es igual Viena que Venecia, aunque esta última dependió, durante un tiempo, del Imperio Austro-Húngaro; les confieso que he sufrido en mis propias carnes a cientos de nipones en el Palacio de Versalles abofeteando con los flashes de sus inclementes Nikon el suave rostro de Antonieta retratada por Vigeé Le Brun, y paradójicamente juzgada de nuevo por un Comité de Salud Pública cien por cien orientalizado.

AFP PHOTO MIGUEL MEDINA

“No hay nada más inquietante –escribió Jean Cocteau- que observar los espasmos de una geisha fascinada por el cinematógrafo, no hay nada más cómico que prestar atención a como repite, incluso mejorándolas, las escenas que proyecta el microscópico universo de la pantalla”. El ejercicio de vacua mimetización es evidente, las películas reproducen las fábulas de la tribu, pero la mimetización no tiene porqué devenir en una total falsificación. Los acontecimientos históricos avalan esta tesis, sin ir más lejos, la occidentalización del Imperio del Sol Naciente, la llamada Era Meijí, se reviró contra los nipones que intentaron expandirse, fueron arrasados en Hiroshima y Nagasaki, y ya solo viajan como fantasmas de su propia Historia, sin apenas interpretar lo que ven pero fijando en instantáneas fotográficas sus experiencias. Nos viene como anillo al dedo recordar la frase de Paul Bowles, arquetipo, luego lo sustituiría Chatwin, de viajero contemporáneo. Bowles lanzaría su tesis: “La diferencia entre un turista y un viajero, es que el primero saca un pasaje de ida y vuelta, y el segundo solo lo compra de ida porque nunca sabe cuándo va a regresar, ni siquiera si va a regresar”

Al hilo de estas reflexiones el pasado viernes 9 de febrero la novelista y periodista Eva Díaz Pérez mantuvo una interesante charla sobre estos temas, dentro del ciclo El mundo en llamas, que se desarrolla periódicamente en La Térmica, esta vez bajo el título ¿Ciudades turísticas versus ciudades culturales? Lo cierto es que Eva, con su natural desparpajo, formuló más preguntas que ofreció respuestas, preguntas inteligentes que dieron en la línea de flotación del teatro simbólico, un imaginario a precio de rebaja, que obliga a las ciudades turísticas a convertirse en ciudades culturales, construcción interesada que provocó polémica, no sólo ruido y rumor, entre el público asistente que se alzó con ponencias paralelas. No me resisto a enumerar algunos de los asuntos que Eva Díaz planteó, combustión en vena, y que suscitaron, más tarde, todo tipo de opiniones encontradas que, en el fondo, era de lo que se trataba, estando como estamos en la deliciosa Málaga, Ciudad del Paraíso.

Eva partió de significantes históricos. Es conocido que el mundo de los viajeros a Terra Incognita cuenta con una prestigiosa tradición basada en un relato cultural que va desde Ulises a Petrarca, de Petrarca a Marco Polo, pasando por Montaigne, por los aristócratas del dieciochesco Grand Tour, por las expediciones científico-políticas de James Cook, La Perousse, Bouganville, añadiendo la de nuestro desafortunado Alejandro Malaspina, quizá la más completa de todas ellas; luego se sucedieron los intrépidos y curiosos paseantes del XIX, el gentlemen traveller que en definitiva no era más que una versión moderna del homo viator, el peregrino medieval que visitaba ciudades santas como Roma, Jerusalén o Santiago de Compostela. Y después rezaba y recomponía su viaje, un viaje personal e intransferible.

¿Pero entonces qué ha cambiado para que el turista actual vagabundee por ciudades históricas que no son sino escenarios vacíos, ficticios, donde no se muestra sino una ilusoria representación del pasado? Si por una parte la masificación deteriora las cosas y la gentrificación –anglicismo que proviene de la clase gentry – no hace más que lavar la cara al puro y duro negocio –véanse el fenómeno, clonado como los dinosaurios de Parque Jurásico, de los Sohos-, ¿cuál es el futuro al que estamos condenados, acaso llegaremos a momificar los cadáveres y los transformaremos en souvenirs empaquetados tal cual sucede, hoy por hoy, en el Valle de los Reyes? La fatiga de la Historia, la geshichtmüde, está presente como huella de un pasado casi siempre glorioso, en las remozadas fachadas de nuestros edificios que no son sino espectaculares trampantojos que esconden trastiendas mucho menos rimbombantes; incluso nosotros mismos, los nativos, cumplimos los estereotipos buscados casi sin darnos cuenta y somos parte de una postal luminosa retocada hasta la saciedad.

Es indudable que las ciudades con una Historia que contar, y más o menos que enseñar, reciben millones de euros gracias al turismo internacional, convertido, en muchos casos, en motor económico casi exclusivo gracias a muchos factores, entre otros la creación de empleo, aunque sea estacional, o el retorno, aunque sea parcial, de las inversiones en infraestructuras urbanas, unas más útiles que otras; pero el éxito de la belleza de mundos periclitados, esa belleza con la cual dialogaban los viajeros románticos, no puede estar amenazado por la teatralización indiscriminada, por un cartón piedra patético y vacuo. Permítanme una última pregunta: ¿es posible mostrar los restos de nuestra Historia sin caer en una mercantilización salvaje? Queda dicho y queda escrito, ahora sólo cabe que respondamos actuando.



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