Sobre mi propio féretro, por Héctor Márquez

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Crónica del concierto de Franco Battiato en Málaga en el Festival Terral 2017, por Héctor Márquez, coordinador del blog 952 /+34 de La Térmica.

Sentado sobre una alfombra persa que cubre un féretro sin cadáver, que así debe un hombre libre situarse sobre la muerte que lo sustenta y espera. Guardando una biznaga en el bolsillo de la camisa abotonada, como siempre, hasta el cuello,  cubierta de elegante chaqueta azul, tal vez, por si esa muerte te abraza inesperadamente, la recibas como se merece. Llevando el olor a jazmines en el pecho, la fragancia del deseo estival que en Túnez llevan los hombres y que aquí, en la orilla de enfrente regalamos a las mujeres transformada en inflorescencia. Coronado por unos auriculares que le daban aire de Dama de Elche milenarista y le conectaban en exclusiva con las armonías desplegadas por el Nuovo Quartetto Italiano, un finísimo cuarteto de cuerda que le acompaña junto a los dos titanes y habituales pianistas de sus giras, Carlo Guaitoli y Angelo Privitera y que ayuda a fundir del todo esa mezcla de música popular ligera, electrónica y experimental y orquestación clásica tan cara al artista siciliano. Así cantó Battiato anoche sobre la arena del ruedo de la plaza de La Malagueta. Dijo algo al público que no entendí cuando le gritaron torero en los escasos momentos en los que se puso en pie. No pareció gustarle verse de matador pero no hizo aspavientos. Tiene esa amabilidad de la gente calma y trascendida. Esa mesura delicada de los que ya han visto y hecho tanto que merecen descansar con toda la paz que han atesorado. Cantó alguna en español, entre ellas La estación de los amores, tan cara para mí, tan fundamental en mi vida, que fue la canción que sonaba cuando la madre de mi hijo y yo construíamos el espacio necesario para que Duende viniera de las sombras al mundo que ahora habita. Nos hizo emocionarnos. Hablo por mí, que hace mucho que no me peleo con mis lágrimas. Cada cual, con lágrimas o sin ellas, tenía un motivo debajo de la camisa. Saber que es cierto, porque la experiencia así nos lo ha enseñado que siempre «le queda un nuevo entusiasmo por latir al corazón y una oportunidad de conocerse; los horizontes perdidos no regresan jamás. La estación de los amores, viene y va, y los deseos no envejecen, a pesar de la edad…».

Fotografía de Daniel Pérez

No llenamos la plaza. Supongo que eso de gastarse 40 o 75 euros entre mis paisanos se queda para las noches horterillas del Starlite en Marbella y las visitas de Messi y Cristiano a la Rosaleda. Pero unas 1500 personas sí que estábamos. Que no son pocas. Hace diez años Franco B. pedía para sus conciertos gente que amase. «Quienes no aman no deberían oír mi música», decía en una entrevista. Si en mi ciudad amasen de verdad 1500 personas sería una noticia maravillosa. Según las leyes del sonido, de la física cuántica y de la energía universal, dos fuerzas unísonas al entrar en armonía se multiplican por sí mismas añadiéndole una fracción en progresión geométrica. 1500 personas vibrando y amando de verdad al unísono es bastante energía como para tener esperanza. Quién sabe.

Antes de Franco vino a aquilatarnos en la vibración óptima para la escucha un viejo colaborador suyo, otro de esos seres con voz de giro de derviche, Juri (Roberto) Camisasca. Cantó sentado también tres canciones. Nómadas entre ellas. Juri y Franco ha colaborado siempre: Battiato produjo su primer disco y alguno más y Juri le ha acompañado en composiciones, en discos, en giras, en conciertos, en sus películas donde siempre actuó, en sus óperas… Como Franco, cantó sentado, aunque en modesta silla, habló con voz dulce y se excusó por no hablar en español como más tarde haría su famoso amigo y cantó muy elevado dejándonos preparados para la levitación. Camisasca se tiró 10 años metido en un monasterio, retirado de todo, mientras Franco aún marcaba ritmos electrónicos en sus mantras pop bailables. El último disco de Camisasca con Rosario Bella, Spirituality, podría estar firmado por su amigo, que tanto ha aprendido de él también. Probablemente, uno sea döppleganger del otro. In solle nella pioggia, que cantó anoche y una de las melodías más bellas de ese último disco puede ser una canción de cualquiera de los dos.

Fotografía de Daniel Pérez

Battiato desgranó parte de su repertorio en la versión que mejor desgrana la riqueza armónica de sus grandes temas y le permite decir con más claridad. Hay agudos a los que ya no llega. Pero por poco. Sólo se le vio condescendiente y algo cansado con los discípulos que aún tenían ganas de fiesta y alguna danza en el final, cuando resolvió darnos el currucucú, su canción más floja pero una de las más conocidas por el gran público. No cantó, aunque en principio la tenía prevista en el repertorio, el Centro de gravedad permanente. Posiblemente porque ya lo haya encontrado y ya no necesite repetir que no soporta la falsa música rock, la new wave española o la monserga africana. Ofreció alguna canción de próximo estreno, Le sacre sinfonia del tempo o Secondo imbrunire, antes de fundirse en varios de sus himnos. Sí nos invitó a considerar la hermosura y la trascendencia del acto de follar uniendo en un medley Fornicazione y No time no space: «Follamos mientras se incuban a la mañana las flores». Y cantó Sui giardini della preesistenza, L’animale, Stati di gioia, Gli uccelli, Prospettiva Nievsky, La cura, Il treni di Tozeur, L’era del cinghiale bianco, La canzone del vecchi amanti, Verano en una playa solitaria, la sombra de la luz, E ti vengo a cercare o Voglio vederti danzare, entre otras más. Battiato ha logrado que sus canciones se conviertan en clásicos de la música. Cuando pasen los años algunas de sus piezas se tocarán junto a la de otros maestros de la música de todos los tiempos

Fotografía de Daniel Pérez

Durante el concierto pensé en los horizontes perdidos que no regresan jamás, en quién era yo cuando lo escuché por vez primera. Su unen a mis primeros recuerdos de Battiato los amigos de Agustín Parejo School, cuando aún vivían en aquella calle; el amor que hizo nacer a mi hijo, muchos amores, tardes de lectura de sus letras únicas, o las veces que he cantado en silencio a alguna mujer lo de superaré las corrientes gravitacionales. Pensé en otra a quien regalé un disco suyo y ayer volvió a sonreír delante mía, en el mismo lugar donde un año atrás nos fotografiábamos juntos con Melody Gardot. No time, no space. Pensé en que el camino de encontrarse a uno mismo con la conciencia es arduo y difícil, pero merece la pena. Antes de irme, me despedí de otra mujer que un día me explicitó su interés en conocerme y yo no lo permití. Pedí disculpas y agradecí. Abracé, saludé o besé a algunos amigos. Caminé un rato con alguno. Bromeé con otros. Una hermosa pareja que hacía un año que no veía estaban a punto de tener un hijo. «Tal vez sea esta misma noche» dijo ella. Quise decirle que los hijos alumbrados por La cura o la Estación de los amores suelen ser seres especiales: pero eso ya lo sabrá ella. Yo anoche prefería estar solo. Pensé en lo que este hombre me había dado con sus canciones. Alguien que ha ido cada vez más hondo buscando lo trascendente. Que ha transitado por músicas, estilos, saberes, géneros, artes, ritmos y espiritualidades, para darse cuenta de la unicidad que hay detrás de todo.

Antes de marchar al concierto, escuchaba a David Lynch en casa hablar a gente de todo el mundo sobre la meditación trascendental y su valor como herramienta para alcanzar la conciencia. Otro maestro. Otro guía. Es curioso que dos de los artistas contemporáneos que más han alumbrado mi vida, Franco y David, compartan varias cosas: son músicos, hacen películas, meditan, tienen una profunda experiencia de lo trascendente y místico y les gusta llevar camisas abotonadas hasta el final del cuello. Incluso grabaron una canción experimental juntos.

 

Al llegar a casa quise dormir sobre mi propio féretro. Como aún no estaba construido tarareé La cura una vez más.

Fotografía de Daniel Pérez

 



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