MUNRO CANADÁ, por Guillermo Busutil

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Dicen de Canadá que tiene lo mejor de algunos países de Europa y de los Estados Unidos. En este artículo, el escritor y periodista Guillermo Busutil hace un recorrido otoñal, visual y literario por tres de las ciudades más emblemáticas del sur canadiense: Toronto, Muskoka y Montreal. Al autor de Individuos S.A. le acompañan en su mirada de viajero autores como Alice Munro, Leonard Cohen o incluso Julio Verne. Como en aquella novela de Sten Nadolny se asombra de la lentitud de sus habitantes y de la limpieza de las calles, mientras flirtea con las obras de artistas y arquitectos como Libeskind, Ghery, Picasso, Cezanne o Rebeca Belmore.

 

MUNRO CANADÁ, por Guillermo Busutil

En Blue Banana Market puedes encontrar cualquier cosa que imagines. Y también un mapa del tesoro, bebedores de jardín donde calman la sed los colibrís a 50 batidas por segundo de sus alas. Y por supuesto camisetas con un gran mapa sobre el pecho en cuya parte superior, más grande en tejido impreso, pone Canadá, mientras que debajo se sentencia debajo Esto no es Canadá. Una divertida manera con la que los ciudadanos de la hoja roja de alce en su bandera, que ondea como nueva por todos lados, se diferencian de sus vecinos norteamericanos y de su territorio más pequeño, menos seguro, con más paro y sin un Blue Banana Marquet a cuya puerta un viejo coche con chasis grafiteado es un viejo duende que no despertará con ningún beso. También es una de las fotografías fetiche de Kensington Marquet, el barrio hippie de Toronto en el que el aire huele a marihuana legalizada y a cuya entrada un globo terráqueo sobre un poste de madera señala el acceso a una pequeña manzana de tiendas esotéricas, locales de todo tipo de culturas, almacenes de ropa militar, cocheras en las que escuchar jazz en directo con una botella de Molson Canadian en Poetry Care en el 224 Auguste Avenue, y tiendas en las que comprar ropa vintage y nueva como Bungalow West. Todo con un aire retro de los setenta y muchos jardines desvencijados albergando de objetos inútiles o escaparate de rebajas.

Si no fuese por este oasis de mestizaje de ruido, razas y colores desordenados, en el que están prohibidas las franquicias, Toronto sería una ciudad de vértigo azul acristalado en cuyas fachadas se miran narcisos sus edificios fríos, igual que su invierno y el corazón de la macroeconomía alimentada por la ambición y los sueños de brokers de diferentes nacionales, de encorbatados demonios con barba que entran y salen de la aguja roja y el muro de piedra del Scotia Bank. Otras criaturas de ese universo en el que el alma cotiza en Bolsa fluyen de la boca de la Union Station, con tacón de aguja y gélido gesto de inteligencia competitiva, turbante cadmio o magenta, mirada hambrienta de cifras y de ambición, en dirección a Wellington, a University o a las puertas giratorias de la torre dorada del Royal Bank Plaza. La manzana financiera de estos lobos y lobas sin nada más en común que su automatismo, en la que cada esquina tiene un cadáver joven o madura su edad apocalíptica a causa del alcohol, de la droga, de la soledad a tres dólares más Tax que ofrece esta ciudad donde su vientre echa humo caliente y su cielo cambia constantemente del celeste bebé al nubarrón tormentoso, con el mismo peso de un permanente 73 por ciento de humedad que gobierna un clima que no exige conocimientos ni precisión al hombre del tiempo. Diga lo que diga, acertará. Y además seguro que llueve.

Toronto es la parte más norteamericana del segundo país más grande del mundo. Su torre de comunicaciones, icono del célebre chiste panorámico, todo lo domina. Es el eje que evita que uno se pierda entre retículas urbanas de muchos barrios residenciales y casi miméticos, desangelados en su mayoría, austeramente iluminados, excepto ese nudo de tamaño más cotidiano y humano de Kensington y de Queen, la otra artería del soho donde el tiempo se detiene en pequeños locales del Second Coffe, en los que un exprés se pesa, se mide, se condensa y se saborea, mientras se aprovecha el wifi o se observa la fauna que deambula sin prisa o juega con su reflejo. Igual que la cenicienta que fue hermosa y deja de lado su carrito para bailar feliz consigo misma frente a un escaparate soñándose más joven y con una felicidad de la que no ha perdido el estilo, ahora estropeado de olvido, pero con algo de dignidad zurcida. Lo mismo que estaría bien sentarse junto a Steve´s, mientras él se lía un cigarrillo sin dejar de sonreír en amarillo sucio, en la puerta de su vieja tienda de música. Muy cerca, unas hormigas blancas escalan la fachada de un edificio y se presiente la cercanía de Chinatown por cuyas aceras hay un reguero de chinos instalados en puestos callejeros de hierbas. Todos parecen dobles de sí mismos, impasibles y con aspecto de haber salido del siglo XVI después de las lluvias.

Está bien merodear por sus bazares, sus luminosos de casas de masaje y el neón rojo de la Farmacia Shanghái para volver a engancharse a Queen con los grafitis que se cuelan entre callejones de asfalto roto, tierra y cajas apiladas. Veredas de fuga y de utopías de bajo coste entre las que el viajero descubre que otro tiempo es posible. El que permite abrir las tiendas entre las diez y media y las once de la mañana, y los escaparates poco importan. Y que no hay nadie haciéndose la sonrisa blanca de un selfie entre Spadina y King, otra manzana que contiene el museo de Ontario construido como un diamante roto por Daniel Libeskind y repleto de esqueletos de dinosaurios a cuyo majestuoso alrededor corren los niños de colegio, y de arte oriental con estatuas a punto de resucitar su inquietante belleza y humanidad. Muy cerca, en Dungas Street, otra calle con personalidad, el AGO, Art Gallery de Ontario, remodelado por Frank Ghery en 2004, alberga bajo titanio y cristal una estupenda colección de esculturas de Henry Moore, pizas de Cezanne, un maravilloso Picasso, y entre otras obras de maestros una muestra temporal dedicada al arte innuit y otra sobre Rebeca Belmore.

No hay más que sobresalga. Bueno sí, un coche de rallye incrustado al revés en una fachada de Yonge street, las más larga del mundo hasta hace poco y que es igual que una aguja en medio del este y el oeste, del norte y del sur que termina en una pequeña plaza de neones publicitarios a los que sus habitantes comparan con Times Square. Nada me dice este cauce urbano que desemboca en Union Station y cerca del Estadio de los Blue Jays, rodeado a diario por familias azules con un pájaro carpintero en su pecho y algún niño de pelo alborotado con un guante de cuero béisbol para atrapar la bola de su futuro. Personalmente prefiero dar la vuelta y dirigirme en busca de una copa de blanco de hielo Mac Mans en la calle Portland con sus pequeños y coquetos restaurantes con terraza donde le gusta comer a los treintañeros y a la gente guapa que con una mano atiende wassap. Es fácil pillar wifi. Creo que incluso se consigue si sigues a alguien de cerca unas cuantas calles.

Poco más que destacar de la capital cuyo skyline suele fotografiarse desde la isla del lago Ontario –el Central Park de Toronto- a la que se cruza en ferry para ir en familia a sus atracciones; a hacer barbacoas entre el bosque y la playa de arena blanca, y a ver cómo cagan en desbandada verde los patos cuando un perro los persigue con previsible fracaso. No viviría más de un mes en esta ciudad con un metro absurdo que sólo comunica el centro entre sí, bajo trayectos de superficie de quince minutos, y con unos tranvías que tardan demasiado en pasar. Es curiosa la lentitud de Canadá. Se descubre ya en el aeropuerto si se factura la maleta. La espera se convierte en una desesperante eternidad sin información. En eso se parece mucho a España.

Lo mejor de Toronto, una vez que se han superado los interminables atascos de entrada y salida, en torno a la media hora larga, es que se puede conducir entre dos horas y dos horas y media a dos destinos más sui géneris. A Niágara con sus cataratas, al final de un pueblo con una especie de Orlando para familias de cualquier religión y restaurantes de bocado rápido y aire acondicionado polar. Se nota que están acostumbrados al frío. A pesar del turismo masivo, todo sucede rápido en las colas para subir al barco con un impermeable de plástico rojo y admirar las tres gigantescas cataratas con su rugido blanco rodeado de verde y azul fríos, también en verano. Es hermoso contemplarlas también desde un paseo que las orla a ras del agua y de perfil a su cauce partido en vértigo. Sigue habiendo mucha pareja en luna de miel y una confluencia de razas haciendo cola en los baños públicos, llamativamente limpios. Una característica canadiense, la escasez de basuras y de desechos del turismo maleducado.

El otro destino cercano es el más canadiense y maravilloso de todos. La esencia del país y su alma: Muskoka con sus 800 kilómetros de bosques y de lagos en los que sentirse un indio cree en canoa. O un Chatwin solitario por sendas de bosque trazadas en camino o casi salvajes y en los que no resulta impensable que un alce o un oso se crucen en tu camino y la líen parda, sobre todo el más grandote y arisco dueño de la frondosidad verde. Contra ellos están preparados todos los cubos de basura de los pueblos de una sola calle como Dorset, con su viejo General Store Robinson´s a pie de embarcadero con madera junto al puente, entrada hacia el parque natural de Algonquin. El paraíso con cascadas de agua de salvaje blanco, piedras y árboles erosionadas por el poderoso abrazo de las nieves invernales, con playas escondidas y pequeñas urbanizaciones orientadas al ocaso. En todas hay pequeños embarcaderos con grandes sillas de madera de colores, originales de esa zona, en las que disfrutar del fresco del verano y del paisaje de hielo en el que todo se transforma durante los meses con denominación de origen de Canadá, y la luna patina o hace trineo. No cuento más de estos parajes para que sigan medio vírgenes, y suyos. Aunque puede conocer más leyendo a Alice Munro.

No puede uno marcharse de Canadá sin conocer la isla francesa de Montreal. La ciudad de húmedo corazón con unos de los mejores festivales de jazz y una armoniosa combinación de moderna arquitectura y de viviendas singulares en sus escaleras en desenlace desde lo alto de las fachadas, empinadas, estrechas en su contrahuella –imagino que cuando la nieve más de uno se quiebra la sombra o el susto al bajarlas-, y en muchos de los barrios ilustradas con murales de excelente sello artístico como sucede en la rue Saint-Laurent. Una de las imprescindibles rutas como las del barrio Plateau Mont-Royal con sus casas del XVIII, su variedad de tiendas de las que es difícil escapar sin ninguna de sus joyas vintage de decoración, moda o suvenir, e imaginar a un joven Leonard Cohen cantando en un local de música de la rue Saint Denis, uno de los mejores lugares para comer bien o acercarse a descansar al Parque de La Fontaine. No puede uno abandonar Montreal sin pasear también por Gay Village con su bandera arco iris desplegada a lo largo de la calle como un toldo multicolor, y con excelentes tiendas de moda y restaurantes con terraza. Un mundo que nada tiene que ver con su RESO, la ciudad subterránea del invierno con cuatro pisos conformando un laberinto de 1500 establecimientos de todo tipo y en el que perderse es literalmente lo más fácil o parecido a un viaje de Verne.

Toronto. Muskoka. Montreal. Las tres caras del enorme sur de Canadá que sirven de menú para los tres universos de un gran país donde el otoño es el más hermoso del mundo. Y su relato todas las temperaturas del blanco.

 



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